sábado, 12 de mayo de 2007

El sueño de Fluvio

Un cuento infantil

Esta es la historia de una gotita que se llamaba Fluvio. Nadie sabe muy bien en qué momento ni en qué lugar se crean las gotas, pero Fluvio, que era muy inteligente, sabía que él había salido de un grifo. No era un grifo importante. No se encontraba en una fuente o en una piscina —las gotas saben, desde pequeñas, que aquellas que nacen en uno de tales lugares suelen ser famosas y admiradas por todo el mundo—. Pero a Fluvio eso no le importaba. Él había nacido del grifo de un lavabo. Solía recorrerlo todos los días por los bordes, y de vez en cuando bajaba a toda velocidad por las laderas hasta casi tocar el desagüe. Sus demás compañeras lo veían y se burlaban de él porque era un poco torpe para resbalarse. Muchas veces terminaba atorado en una grieta o casi era absorbido por el desagüe. Sin embargo, lo que más causaba risa a las demás era cuando Fluvio hablaba del sueño que tenía.

   —Yo un día saldré de aquí para encontrarme con el mar.

En verdad, Fluvio tenía la convicción, la absoluta certeza de que ese era su destino. Lo había soñado una noche en que se durmió a la luz de la luna que entraba por la ventana. Las demás gotitas sabían que, llegado el momento, todas se unirían para formar un charquito o un pequeño riachuelo. Ese era el destino que toda gota debía seguir. A Fluvio se lo habían dicho en repetidas ocasiones. “Las aves vuelan, los peces nadan, nosotros hacemos charcos”. Pero Fluvio nunca hizo mucho caso y mucho menos dudó de su destino. Sabía que él no podía terminar en un charco porque, se decía, haber sido gota entonces no tendría sentido. Todo lo que él pensaba, creía y sabía se iba a diluir en un torrente inútil.

   —Pero el mar es sólo otro gran charco. No hay diferencia —le decían las pocas gotas que se ocupaban de escucharlo.
   —Sí hay una diferencia, —replicaba Fluvio— que cuando llegue al mar será porque quiero y porque es un sueño que decidí seguir.
   —¡Tanto trabajo para llegar a lo mismo!

En ese momento, Fluvio callaba. Sabía, tan bien como sabía que no era lo mismo, que era inútil discutir con aquellas gotas. Bastante tiempo había pasado tratando de explicar lo que sentía pero no había encontrado nunca alguien que lo entendiera.

El tiempo pasaba y Fluvio sentía más cercano el día de partir en busca de sus sueños. Sus compañeras, que ya formaban pequeños charcos le criticaban el hecho de que hablara demasiado y no hubiera hecho nada. Sin embargo, un buen día Fluvio tomó valor y se deslizó fuera del lavabo, se escurrió por la orilla y bajó por la pared hasta el suelo. Ya en el suelo se dirigió a la puerta y al deslizarse por debajo de ella se encontró con un obstáculo infranqueable. El piso alfombrado secaría lentamente su cuerpo hasta que no quedara nada de él. No había otra opción. Pegarse a las paredes resultaría inútil porque en cualquier momento podía caer y perderse en miles de fragmentos. Decidió volver.

Con los ánimos decaídos subió por la pared hacia el lavabo sólo para encontrarse con las risas de sus compañeras. Sintió, por primera vez, que tal vez todos tuvieran razón. Tal vez era un sueño inútil. Como sea, no quería seguir oyendo aquellas burlas y, como pudo, llegó hasta la ventana que daba al jardín. Ahí, se quedó contemplando el vacío, la distancia enorme que lo separaba del mar. Pensó que cuando volviera al lavabo se uniría a sus demás compañeras y seguiría el destino que toda gota debía seguir. Pero algo lo detuvo. Vio, a al otro lado de la ventana, a una niña que lloraba desconsoladamente. No pudo entender las razones del llanto de aquella pequeña. No se le puede pedir a una gota que entienda de emociones humanas. Sin embargo, algo dentro de sí le hizo entender que compartían en ese momento muchas más cosas que las que compartía con las demás gotas. Cuando la niña se fue, lo único que quedó al lado de la ventana fue una lágrima.

Se llamaba Crima. Sabía poco de la vida pero creía firmemente que algo la había llevado hasta ese lugar. Creía en el destino y que iba a saber distinguir los reflejos del mismo cuando éste se materializara frente a ella. Por eso, cuando vio la figura de Fluvio del otro lado del cristal, supo inmediatamente, con una certeza abrumadora, que había encontrado su destino. A su vez, Fluvio supo, al verla, que había encontrado la más bella creación de todo el universo. Así, uno a cada lado del cristal, se observaron y se acercaron lo más que pudieron. La cruel frialdad del vidrio sólo acrecentaba el deseo de encontrarse. Pasaron así la noche entera, bañados por la luz de una luna. No dejaron de mirarse hasta el momento en que se quedaron dormidos.

A la mañana siguiente los despertó el viento matutino. Alguien había abierto la ventana y ya nada los separaba. Ante tal situación, Fluvio y Crima no pudieron más que sorprenderse. No corrieron a encontrarse sin pensarlo. Antes se vieron nuevamente. Se contemplaron durante un largo rato sabiendo, esta vez, que nada los separaba ni los separaría. Fue Crima la que habló primero.

   —Sabía que te encontraría —le dijo.
   —Yo te había visto en todos mis sueños.
   —¿Cómo fue? ¿Con que soñabas?
   —Con que algún día encontraría el mar, y hoy lo he encontrado en ti.

Y al decir esto se abrazaron en el primer y último abrazo de una gota y una lágrima. Poco a poco sus siluetas se confundieron y pronto donde hubieron dos no hubo más que uno. Fluvio encontró el mar que había buscado en sus sueños y ella encontró el reflejo del destino que había estado esperando. Al estar unidos no pudieron advertir que el sol se acercaba y éste los sorprendió bailando al ritmo del viento. Se evaporaron lentamente y se perdieron en el ambiente cálido de una tarde de verano. Se convirtieron en nube y viajaron a los lugares más impensables. Viajaron por ríos y arroyuelos, vivieron en lagos y en montañas convertidos en hielo, hasta que un cayeron al mar, y se perdieron para vivir entre los corales.

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