La noche que conocí al Gabo La memoria padece de hemofilia. Sus heridas no cicatrizan como cicatrizan las heridas de la piel. Una vez que uno abre un capítulo, una vez que algo queda inconcluso, eso no cierra, eso no termina. El tiempo avanza con su incontenible paso, pero eso resta. Así es como vivimos, con historias inconclusas, y estamos condenados a sanar por nuestros propios medios o a desangrarnos en la inmensidad del mar del tiempo. Mi botiquín no tiene más que letras. Llevaba tiempo pensándolo. Era un reproche constante. ¿Qué debí haber hecho en esa situación? Mucho tiempo me arrepentí de no haberle pedido un autógrafo. Ahí estaba, a no más de cinco pasos. Gabriel García Márquez, con un saco a cuadros y su mirada de asombro. Se encontraba solo, como un niño perdido. El lobby de un hotel, él frente a mí y nadie más. Fue un largo instante de esos que se dilatan en la memoria. Dos segundos que parecieron horas. ¿Y después qué? La gente, el ruido, los cumplidos, las preguntas.
Vivimos en un mundo relativo. Nada en este mundo es verdad. Todo depende. Aún la más verdadera verdad oculta la siempre ingrata posibilidad de ser mentira. Por ello este sitio se declara mentiroso. Porque las mentiras también son relativas; y entonces, aún la más mentirosa de ellas encierra entre sus letras la sublime posibilidad de ser verdad.