jueves, 1 de mayo de 2008

El hilo


   —¡Corta el hilo! ¡Haz lo que te digo! ¡Si decidiste venir aquí tienes que cortar el hilo!

Tenía una vida normal. No era nada espectacular. Me había casado con una chica llamada Ximena a los dieciocho años debido a que ella se encontraba embarazada. Una noche de alcohol olvidamos cuidarnos y el resultado fue una boda pequeña en las afueras de la ciudad. No nos molestó demasiado. Nos queríamos mutuamente y pensábamos, en algún momento, formalizar nuestra relación. Lo que no esperábamos fue lo que pasó a continuación. Dos semanas después de nuestro matrimonio ella tuvo un aborto. Sin explicación alguna, ella se sintió mal, acudimos al hospital y, de pronto, la vida de ella estaba pendiendo de un hilo. Tuve que elegir. Creo que ella nunca supo perdonarme que la eligiera a ella. 

Mi vida profesional tampoco era un circo de tres pistas. Cuando Ximena se embarazó tuve que dejar la universidad. Encontré trabajo en un teatro de la ciudad. No era actor, ni director, ni nada importante. Era uno de los que se encargan de que el espectáculo siga andando. A veces dirigía los reflectores, a veces movía el telón, y así, era esa cara que nunca se ve en el teatro. Ese por el que nadie se pregunta nunca. Sin embargo recibía buen dinero, y servía para que Ximena y yo viviéramos, al menos, austeramente. Ella no trabajaba. Después del aborto tuvo problemas para socializar y se mantenía en el hogar. Sin embargo, eso no le impidió serme infiel con uno de sus amigos. Cuando me lo confesó me pidió perdón, pero nunca me pareció que estuviera arrepentida. Era como si algo le diera derecho a haberlo hecho. Tal vez todavía pesaba sobre ella mi decisión de elegirla a ella.

Una noche tuve un sueño bastante extraño. Fue la noche en que Ximena me confesó todo. Me sentía rábico e iracundo pero lo único que pude hacer fue dormirme. Me encontré en un lugar oscuro lleno de bruma. Había una voz que me llamaba. Una voz que conocía o que creía conocer. Me estaba guiando, me dirigía hacia un lugar dentro de aquel mar de oscuridad. Algo en mí me hacía dudar, algo me decía que diera vuelta y saliera huyendo pero no lo hice. Tenía miedo, cada paso se hacía más inseguro. Pero entonces pude ver su rostro. Me era familiar pero no sabía donde lo había visto. Sostenía un hilo entre sus dedos y me miraba con una mirada malévola.

   —¡Corta el hilo! ¡Haz lo que te digo! ¡Si decidiste venir aquí tienes que cortar el hilo!

Yo tenía una tijera entre mis manos. Y me acerqué hacia él. Pero justo en el momento en que corté el hilo me desperté.

No había sido un sueño cualquiera. Amanecí lleno de sudor y angustiado. Recordé lo que pasó la noche anterior y comencé a asociar. A una situación tan ilógica me pareció corresponderle un sueño igual de irreal e ilógico. Aquella tarde, cinco horas antes de la función, me fui a trabajar pero noté que algo había cambiado. Cuando salí de casa tuve, por unos segundos, la impresión de que la ciudad se había inundado. Pero justo me di cuenta de que había llovido a cántaros y que, lo que en un principio me pareció un mar, era sólo agua que se desplazaba hacia las alcantarillas. No podía concentrarme en el trabajo. Tuve que pedir que me ayudaran y retirarme temprano. Cuando volví a mi casa me sorprendió encontrarlo todo en un profundo silencio. 

   —¡Ayuda! ¡Alguien que me ayude!

La voz provenía de una de las habitaciones. Era una voz masculina que pronto identifiqué como la de uno de mis vecinos. Cuando llegué al lugar no pude creer lo que ocurría. Ximena había intentado suicidarse. Se había tomado una caja de pastillas para dormir y pretendía no despertar. Pero gracias a mi vecino, que había acudido a cobrar la renta, habíamos frustrado su intento.

Ximena estuvo cinco días en el hospital. Yo solía visitarla todos los días antes de ir a trabajar. Me quedaba de camino al teatro. Su estado mejoraba paulatinamente y no había razones para pensar que algo podría salir mal. Y sin embargo, pasó. Fue una tarde que llegué mientras la revisaba un nuevo doctor. Lo vi de espaldas atendiéndola justo cuando los signos vitales de Ximena se detuvieron. Volteó asustado y me pidió que llamara a las enfermeras. Pero no pude hacerlo. A través del vidrio pude ver su cara. Era la misma que en mi sueño. Ya no tenía la mirada malévola, pero era la misma cara, no me cabía duda. Él estaba desesperado, asustado. Tuvo que salir él mismo a buscar ayuda. Yo, petrificado frente a la ventana que me permitía ver el cuerpo de mi esposa, sólo podía sentir como, de golpe, todo el personal médico se introdujo en la habitación. 

Pasé una larga temporada lejos. Me fui a vagar por el mundo a tratar de darle sentido a lo que me había pasado y, sin embargo, aún al volver, no había logrado dárselo. Me sorprendió encontrarme con que, mi trabajo en el teatro aún seguía esperando por mí. Eso quería decir que había muy pocos interesados en él o que, en aquel teatro, se apreciaba mi trabajo. Nunca lo supe. Pero volví a mi rutina y poco a poco, en el lugar que sentía como mi hogar, fue encontrando paz. Mi cabeza se tranquilizó y logré olvidar los efectos desastrosos que había tenido la muerte de Ximena sobre mí. Pero de vez en cuando, tal vez al hacer el alto frente a un semáforo o al secar mis pies después de bañarme, sentía que algo me perseguía. Como si alguien, a quien era imposible huir, estuviera detrás de mí, a una distancia que me impedía verlo, pero que, sin embargo, nunca desaparecía.

Todo cobró sentido la noche en que presentamos una obra de cierto escritor local. La función había estado magnífica y el público había llenado la sala. Habíamos tomado posición para el último acto en el que uno de los personajes se elevaba hasta lo más alto del escenario. Habíamos colocado el arnés a nuestro actor y yo tomé la responsabilidad de elevarlo. Con la cuerda entre mis manos halé una y otra vez para que se elevara en un último acto triunfal sobre la escena. Pero algo salió mal. El arnés se desajustó y nuestro actor, ante la sorprendida mirada de la audiencia, calló por no menos de seis metros. Se estrelló contra el piso y quedó mal herido. Sin embargo, no parecía grave. Los médicos del personal se acercaron a revisarlo. Todo parecía bajo control. Yo mantenía la cuerda entre mis manos porque, cuando todo pasó, me había quedado petrificado. Decidí soltar la cuerda. El arnés jaló el trayecto de cuerda restante y la cuerda se deslizó entre mis manos. Justo en ese momento me di cuenta de todo. Sabía que era tarde para reaccionar, la cuerda se escapaba de mis manos. Pero cuando el cabo de la cuerda paso frente a mí lo tuve todo claro. Aún pude seguirlo en su trayectoria, como si con ese rumbo atravesara mi carne y mi pasado. Cuando la cuerda se detuvo el actor había muerto. Fue ahí cuando me di cuenta de que yo había matado a mi esposa.

FIN

No hay comentarios.:

Diplomacia

Sólo les produce gracia, lo que causa indignación, y a encubrir la corrupción, lo nominan «diplomacia». Y consideran audacia, que lo justo y...