Por mucho tiempo me resultó enigmático. Dos años esperando el más mínimo gesto que delatara su interés. Un interés solamente imaginado, supuesto, deseado. Un interés nunca comprobado por la experiencia. Pero ella volvía o, ¿era yo el que volvía? Quizás esa vuelta era precisamente el retorno ilusionado de descifrar, entre aquella fría impostura, un gesto delator. Pero si mi interés se había mantenido, aún a expensas de esa seca distancia, ¿por qué esperaba yo ese abrazo?, ¿por qué mantuve siempre esa crédula esperanza en que, inexplicablemente y en el último momento, ella revelaría lo que no reveló en tanto tiempo? Esa esperanza no era otra cosa que mi enfermedad buscando un diálogo que le permitiera afirmar, en el último momento, que nada había servido; que ella era una más en la serie. Y sin embargo, ella nunca me abrazó ni demostró el más mínimo interés. Al hacerlo me mostró una forma de amar que yo nunca había entendido. Ella le dio cuerpo a la pregunta, a la sana duda que me acompaña y que guía mi deseo, mis letras, mis pasiones. De haberme dado el abrazo habría sellado la fuga; habría sanado la herida que debe sangrar para que yo me sienta vivo. Al no abrazarme me demostró que me amaba... que me amaba más de lo que yo podía desear o entender.
Vivimos en un mundo relativo. Nada en este mundo es verdad. Todo depende. Aún la más verdadera verdad oculta la siempre ingrata posibilidad de ser mentira. Por ello este sitio se declara mentiroso. Porque las mentiras también son relativas; y entonces, aún la más mentirosa de ellas encierra entre sus letras la sublime posibilidad de ser verdad.
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