viernes, 14 de septiembre de 2007

La canción que Fito se robó

En nuestro taller de tesis nos preguntaron qué era para nosotros escribir. Los alumnos contestaron diversas cosas. Se hablaba sobre la escritura académica. En mi mente, sin embargo, empezaban a batirse unas alas que me habrían de llevar a una disparatada historia que culminó en el colectivo. Iba más o menos así.

El escritor va sentado en la última fila del colectivo. Va cansado después de un día entero fuera de casa. Ha escuchado cosas que no quería escuchar. Aquellas que quiso, no pudo, porque por la noche había dormido muy poco. Los cuerpos chocan unos contra otros frente a él buscando un lugar. Pero él llegó a tiempo. No primero que todos, sino a tiempo, como llega la gente que sabe jugar con el tiempo. Y así consiguió un asiento, que a esas horas es como un vaso de agua en el desierto.

De pronto le surge la inminente necesidad de escribir algo que le ha pasado por la cabeza. Es algo que no lograría describir. No sabe de dónde viene esa sensación, pero le recorre el cuerpo y el alma, incapacitándolo para hacer cualquier otra cosa. Es necesario sacar lo que nació para estar fuera. La necesidad lo carcome, y lo hace buscar desesperadamente, entre sus cosas, un pedazo de papel y un bolígrafo. Cuando ha saciado sus ansias, puede respirar un poco más tranquilo, logra domar el imperioso latir del corazón.

Como una madre frente a un hijo, el escritor embelezado, contempla su creación, se contempla en ella como en un espejo. Teme perderla, que alguien la robe, que se despadace en su memoria con la irrupción del olvido. Teme más aún, que no pueda escribir más adelante algo tan bello. ¿Será que llegado un momento los escritores tocan un límite desde el cual ya no pueden mejorarse? ¿Habrá un punto en el que la flama arde con más intensidad que nunca?

Así pensando, algo lo distrae de sus cavilaciones. Se arma un quilombo en la puerta del colectivo. El mismo Sabina ha subido, con su bombín y camiseta a rayas a lo presidiario. Todos los presentes se avalanzan para pedirle un autógrafo. El escritor, sin embargo, aguarda. Quisiera tener la capacidad de tocar las fibras del cantante. No pretende ser un fantasma más que pide una firma. Ha tenido la misma sensación frente a otros personajes. Nunca supo decir lo indicado. García Márquez se le escapó ya en una ocasión. Pero ahora tiene algo en su bolsillo que puede ayudarlo. Precisamente viene al tema. Es la respuesta a una aseveración de Sabina que dice que el asesino sabe más de amor que el poeta. El escritor ha escrito (valga la redundancia) que el verdadero poeta sabe más del amor que el asesino, pero no lo escribe. Le parece genial. Y así pues, se acerca al cantante, y le regala el papel donde ha escrito aquel verso inmortal. Este, con un gesto de amabilidad, le devuelve una sonrisa y se aleja.

El escritor no ha conseguido nada. Poco tiempo después el olvido ha carcomido todo rastro de aquel evento. Sin embargo, unos meses después aparece en la radio una canción, vocalizada por Fito Paez, en la que se ha insertado aquel verso. La rabia es la primera respuesta. Después el desconsuelo. No le han dado crédito por aquel pensamiento. Surge en él la tristeza de aquellas cosas que se pierden y que son imposibles de recuperar. En su memoria ya no queda tampoco claro si en verdad fue él el que ordenó aquel conjunto de palabras. Lo mejor que ha escrito se ha perdido en un recuerdo que es cada vez tan difuso como la niebla.

[Léase acompañado de aquel terrible tango: seré en tu vida lo mejor de la neblina del ayer, cuando me llegues a olvidar, como es mejor el verso aquel que no podemos recordar]

1 comentario:

Soledad dijo...

y fue cierto Daniel?? fue cierto? Y lo que salió dentro para estar fuera.. eso, eso de quien fue, fue mío...¿Acaso me sucede lo que narras en tu relato? ¿Los escritores pierden la memoria? ¿Hay diferencia entre lo escrito y lo leído? Todo es una masa aforma.

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