lunes, 24 de septiembre de 2007

Lo que no se va

Perdimos la conciencia del cuerpo y de la libertad. Los movimientos ya no eran voluntarios. Nos vimos perdidos en la manada cuya fuerza era una sola. ¿Quién guíaba? ¿Hacia dónde? No había respuestas, sólo contacto, sudor, música, gritos, descontrol. Me fue imposible darme cuenta cuando un ágil movimiento de manos me despojó de mi cámara fotográfica. En un momento estaba ahí, en el bolsillo izquierdo de mi chaleco, y al siguiente ya no estaba. No se fue sin un ligero dolor. Tardé varios minutos en acostumbrarme a la idea de las fotos que no volvería a ver. Momentos importantes, como el concierto del día anterior que dejó una marca indeleble en mi memoria. Pero la pérdida no podía arruinar una noche que se anunciaba monumental. Después de todo, como me dijo el ángel que cuida mis sonrisas últimamente, la memoria es algo que no pueden robarnos. Y es ahí donde perviven los recuerdos que no se irán nunca. Eso me ha hecho pensar que a veces dependemos mucho de las cosas que poseemos y también, quizás, de las cosas que hemos hecho. Queremos atesorarlas porque creemos que no podremos vivir otras mejores, y es como si requiriéramos de los objetos, de las fotos, de las canciones, para mantener viva la memoria. Pero los objetos son cosas accesorias. Son necesidades inventadas. Hace poco un maestro hablaba sobre lo esencial y lo accesorio. Daba el ejemplo de una mesa. En verdad no importa si tiene tres o cuatro patas, o si es roja o verde, eso es accesorio. Lo que hace a una mesa es un concepto, una idea, algo esencial. Y no estoy diciendo que no sea lindo tener fotos. Ojalá no me hubieran robado mi cámara. Pero resalto la idea de que hay cosas que no se van en la vida. Aunque nos roben y nos despojen de todo, hay cosas que se quedan y que nadie podrá robarnos. También enfatizo la idea de que siempre es posible vivir momentos inolvidables. Nada se pierde realmente. Aunque alguien, por algún artificio tecnológico pudiera robarnos la memoria (lo cual parece contradecir todo lo que digo arriba, pero no deja de ser esperanzador), la capacidad para vivir momentos felices reside en nosotros. Siempre queda la posibilidad de reescritura. Un guión puede ser reescrito muchas veces, y es seguro que la última versión siempre será la mejor. Y no todo es tan malo. Perdí mi cámara, pero al final su fantasma nos ha dado momentos inolvidables. Irónico. ¿No?

martes, 18 de septiembre de 2007

Falsas certezas # 1

- ¿Porqué llevas ese pantalón rosa?

- Un hombre seguro de su virilidad no teme a llevar el color rosa.

- ¿Y a quién tienes que demostrárselo?

sábado, 15 de septiembre de 2007

¡Por la irreverencia!

No cabe duda. Resulta de una pertinencia absoluta hablar de este tema. Y es que está en la base de todo. Resalto la pertinencia, no porque se me haya ocurrido a mí, sino porque me parece un deber de todo ser humano, y además, un deber por pocos asumido. Me pronuncio a través de este pequeño texto, en contra del fanatismo. Enfatizo la necesidad de dejar de lado todo discurso que apunte hacia el "deber ser" de las cosas. Contra todo aquello que establezca patrones fijos de pensamiento y de comportamiento. Nada tiene un modo de ser establecido. Todo patrón, toda regla, toda certeza es hija del tiempo y espacio en que nació. Lo que es verdadero aquí, en este momento, no es ni lo será un segundo después, ni en cualquier otro lugar. La verdad es así, efímera, fugaz. Perece con las palabras y con el viento. Entonces, no parece haber sentido en que nos sometamos a ningún tipo de teoría, regla o discurso. Sin embargo, lo hacemos.

El mundo está como está por culpa de las certezas, dice Jorge Drexler. Lo vemos por todos lados. Los soldados que marchan a la guerra convencidos de que libertaran una nación; las fotos de íconos elevados a la calidad de deidades que aparecen en las camisetas de los adolescentes; los comentarios tajantes tomados como verdades que emiten los líderes políticos, religiosos, los adultos frente a los niños; las personas que siguen las convenciones, las que en su afán por ser diferentes desafían cada una de ellas, los que tratan de encajar en un cliché aceptado o no; todas las frases que empiezan con algo parecido a "así debe de ser" o "esto es así", y no dan lugar a la diferencia.

¿Qué hacemos entonces? Tendríamos que ser irreverentes ante todo tipo de certeza. Ante todo tipo de paradigma o de teoría establecida. Es una necesidad, no de ir en contra de todo lo establecido, sino de dudar, de entrada, de todo lo que se presenta como verdad; una necesidad de adoptar una postura crítica ante la vida. No sólo a nivel intelectual sino ante toda clase de actitud ante los eventos que ocurren en la vida cotidiana.

Entonces, ¿todo depende? ¿habrá algún lugar de dónde asirnos para no caer? ¿será que esta identidad, esta máscara que creímos verdadera, era sólo una ilusión? Sí. El peso de la libertad es en verdad abrumador. Pero lejos de ser desesperanzador, es más bien un compromiso. Es cierto que estamos perdidos en la existencia, y que debido a eso nos aferramos a lo que sea, nos volvemos fanáticos de las teorías, de los reglas de la sociedad, de todo lo que nos ofrezca una respuesta a esa eterna pregunta, ¿quienes somos? Creemos ser una verdad. Creemos...

Finalmente, no sé si uno es enteramente libre. Si uno puede ser libre de ser libre. ¿Cómo decirlo? ¿Qué propongo ante este panorama? Primero que nada asumir, como ya dije, que nada es en verdad verdadero. Que todo lo que hagan o piensen los demás es tan respetable como lo que hacemos o pensamos nosotros mismos; tiene la misma validez. Cualquier juicio entonces pierde su peso. Por otro lado es, como he venido diciendo desde hace unos posts, una oportunidad para buscar momentos y palabras que resuenen. Una oportunidad para dejar de perder el tiempo con convencionalismos, y pensar en aquello que nos hace en verdad felices y que muchas veces no hacemos por someternos a alguna idea preconcebida. Sea pues, pronunciémonos ¡por la irreverencia!

viernes, 14 de septiembre de 2007

La canción que Fito se robó

En nuestro taller de tesis nos preguntaron qué era para nosotros escribir. Los alumnos contestaron diversas cosas. Se hablaba sobre la escritura académica. En mi mente, sin embargo, empezaban a batirse unas alas que me habrían de llevar a una disparatada historia que culminó en el colectivo. Iba más o menos así.

El escritor va sentado en la última fila del colectivo. Va cansado después de un día entero fuera de casa. Ha escuchado cosas que no quería escuchar. Aquellas que quiso, no pudo, porque por la noche había dormido muy poco. Los cuerpos chocan unos contra otros frente a él buscando un lugar. Pero él llegó a tiempo. No primero que todos, sino a tiempo, como llega la gente que sabe jugar con el tiempo. Y así consiguió un asiento, que a esas horas es como un vaso de agua en el desierto.

De pronto le surge la inminente necesidad de escribir algo que le ha pasado por la cabeza. Es algo que no lograría describir. No sabe de dónde viene esa sensación, pero le recorre el cuerpo y el alma, incapacitándolo para hacer cualquier otra cosa. Es necesario sacar lo que nació para estar fuera. La necesidad lo carcome, y lo hace buscar desesperadamente, entre sus cosas, un pedazo de papel y un bolígrafo. Cuando ha saciado sus ansias, puede respirar un poco más tranquilo, logra domar el imperioso latir del corazón.

Como una madre frente a un hijo, el escritor embelezado, contempla su creación, se contempla en ella como en un espejo. Teme perderla, que alguien la robe, que se despadace en su memoria con la irrupción del olvido. Teme más aún, que no pueda escribir más adelante algo tan bello. ¿Será que llegado un momento los escritores tocan un límite desde el cual ya no pueden mejorarse? ¿Habrá un punto en el que la flama arde con más intensidad que nunca?

Así pensando, algo lo distrae de sus cavilaciones. Se arma un quilombo en la puerta del colectivo. El mismo Sabina ha subido, con su bombín y camiseta a rayas a lo presidiario. Todos los presentes se avalanzan para pedirle un autógrafo. El escritor, sin embargo, aguarda. Quisiera tener la capacidad de tocar las fibras del cantante. No pretende ser un fantasma más que pide una firma. Ha tenido la misma sensación frente a otros personajes. Nunca supo decir lo indicado. García Márquez se le escapó ya en una ocasión. Pero ahora tiene algo en su bolsillo que puede ayudarlo. Precisamente viene al tema. Es la respuesta a una aseveración de Sabina que dice que el asesino sabe más de amor que el poeta. El escritor ha escrito (valga la redundancia) que el verdadero poeta sabe más del amor que el asesino, pero no lo escribe. Le parece genial. Y así pues, se acerca al cantante, y le regala el papel donde ha escrito aquel verso inmortal. Este, con un gesto de amabilidad, le devuelve una sonrisa y se aleja.

El escritor no ha conseguido nada. Poco tiempo después el olvido ha carcomido todo rastro de aquel evento. Sin embargo, unos meses después aparece en la radio una canción, vocalizada por Fito Paez, en la que se ha insertado aquel verso. La rabia es la primera respuesta. Después el desconsuelo. No le han dado crédito por aquel pensamiento. Surge en él la tristeza de aquellas cosas que se pierden y que son imposibles de recuperar. En su memoria ya no queda tampoco claro si en verdad fue él el que ordenó aquel conjunto de palabras. Lo mejor que ha escrito se ha perdido en un recuerdo que es cada vez tan difuso como la niebla.

[Léase acompañado de aquel terrible tango: seré en tu vida lo mejor de la neblina del ayer, cuando me llegues a olvidar, como es mejor el verso aquel que no podemos recordar]

Diplomacia

Sólo les produce gracia, lo que causa indignación, y a encubrir la corrupción, lo nominan «diplomacia». Y consideran audacia, que lo justo y...