No logré entenderlo. El sabor que me dejó aquel repentino y absurdo gesto es tanto el más dulce como el más amargo que he sentido. Aún a estas insomnes horas de la madrugada, una ardiente sensación recorre mis labios. La certeza de que aquel beso reinauguró, de una manera incomprensible, los besos de mi boca, sobrevive a la par de la melancólica convicción de que, inevitablemente, la perdí en el mismo e irrepetible momento en que fue mía por única ocasión en mi vida. No la vi venir. No habría podido verla. Aquel primer y único beso de su boca, tan desesperado como imprevisible, no era producto del amor sino del despecho. Yo había osado posar mi mirada en otra mujer y ella, que nunca me miraba y que nunca había mostrado interés por mí, sintió aquel desvío como un ultraje. Mi mirada ignorada le brindaba un calor no reconocido. Ella jugaba a no verme, pero al hacerlo, ponía en el centro de esa evasión, la importancia de mi mirada. Ahora que yo no la veía, ella no pudo soportarlo. Se acercó hacia mí y, sin darme tiempo a reaccionar, plantó sus labios sobre mis labios. La inadecuación de nuestros movimientos labiales no fue más que el efecto de la sorpresa. Luego ella se fue, sin verme, sin decirme nada, sin explicar a qué se debía aquel gesto absurdo. Sin embargo, la impresión de ese beso no mediado por la esperanza se quedó grabado, con fuego, sobre la memoria que ahora sé, no se encuentra sólo en la mente sino en lugares tan inapropiados como los labios.
Vivimos en un mundo relativo. Nada en este mundo es verdad. Todo depende. Aún la más verdadera verdad oculta la siempre ingrata posibilidad de ser mentira. Por ello este sitio se declara mentiroso. Porque las mentiras también son relativas; y entonces, aún la más mentirosa de ellas encierra entre sus letras la sublime posibilidad de ser verdad.
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