Pocas cosas devuelven esa sensación de ajenidad y extrañeza como abrir un viejo cuaderno lleno de historias antiguas o poemas empolvados. No es debido a la calidad de los textos ni a una supuesta genialidad artística sino —creo yo— a la coexistencia de dos sensaciones simultáneas: una de reconocimiento y memoria, y la otra, a pesar de toda la evidencia racional, de una pura perplejidad ante la extranjería de las letras. Una parte dice: "claro, ya lo recuerdo" y la otra dice "¿quién escribió esto?". Si se pone atención a esa otra parte, pronto se cae en la cuenta de que uno nunca termina de decir lo que quería decir y —quizás más importante— que lo que termina diciéndose encarna un valor que sólo el tiempo termina por asentar. No sé en cuantas ocasiones he terminado por entender el significado de un texto escrito por mí hasta mucho tiempo después. Debo confesar, también, que antes ponía más énfasis en la intención de mis textos. Me esforzaba tanto en tratar de decir
Vivimos en un mundo relativo. Nada en este mundo es verdad. Todo depende. Aún la más verdadera verdad oculta la siempre ingrata posibilidad de ser mentira. Por ello este sitio se declara mentiroso. Porque las mentiras también son relativas; y entonces, aún la más mentirosa de ellas encierra entre sus letras la sublime posibilidad de ser verdad.